viernes, 21 de septiembre de 2012

El día que aprendí a no soñar.

Siempre he sido una persona soñadora, con una sonrisa por bandera y buenas acciones para todo el mundo. Pero al final, hay momentos, instantes, que ya cansado de caer, de no recibir lo mismo que das, aprendes a no soñar, o al menos intentar no hacerlo tan a la ligera.
El mundo al final, y más las relaciones que se dan en él, están basadas en el interés, en la traición, falsas imágenes e incluso en tratar de alcanzar utopías que bien sabemos desde un principio que no van a llegar nunca.
Quizás, aunque tratemos de aprender a no soñar, lo que tenemos que aprender es a no recibir, porque no todo el mundo va a tener el mismo punto de vista que nosotros, no todos nos involucramos por igual, no todos nos volcamos del mismo modo en algo en alguien, y aunque nos duela, no podemos pretender que en ninguna relación estén las cosas al 50%. Siempre hay alguien que quiere más que otro, ya sea en el amor, en la amistad, en la familia e incluso en una simple relación profesional... ¿el resto que aparentan? Pues eso, meras apariencias, una fachada.
El día que aprendí a no soñar fue el mismo que me di cuenta de que odio las fechas importantes, porque siempre me pongo nostálgica y acabo llorando, que me emocionan para bien las sorpresas y que no me gustan las despedidas sin fecha de caducidad establecida, esas que no sabes cuanto van a durar y que dejan vacíos increíbles en el corazón de las personas, otra razón más para aprender a no soñar. Que no existen los para siempre ni los de este agua no beberé.
Y por último aprendí que deberíamos aprender a prometer sin cumplir un poco menos y a dar sin prometer un poco más, que ahí esta la clave de encontrarnos en el otro una sonrisa sincera.




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